Arena negra
Una historia oscura de extinción que sepulta las almas, los brillos y la luz.
Alma Selena Miranda Villalba
Arena negra
La campaña contra la compañía extractora de carbón, que amenazaba la arena blanca, el azul de las playas, las fuentes de agua dulce y la tierra, debido a la liberación de metales pesados y minerales contaminantes y los residuos esparcidos durante el transporte y el cargue y descargue de los camiones y los barcos en el puerto, resultó ser un desafío para los trabajadores de la empresa. Los mineros, en oposición a la lucha ecológica por la conservación de los ecosistemas, los manglares y las especies habitantes, emprendieron la persecución contra los activistas en defensa de su medio de subsistencia, así este conllevase destrucción y muerte. Los siete paladines de la naturaleza debieron huir inesperadamente. Ninguno advirtió hasta el último momento, que los obreros estaban decididos por la violencia.
Los carboneros armados de palos y machetes los persiguieron bajo la lluvia torrencial, obligándoles a zarpar en la embarcación en la que se movilizaban para monitorear las operaciones de la minera en el mar. Uno de ellos, corrió hacia el puerto, fue atrapado y dejado tendido en la playa mal herido. Los pescadores que lo auxiliaron, por los destellos de los relámpagos que iluminaban el horizonte marino, pudieron observar la batalla del pequeño pesquero por mantenerse a flote bordeando la costa, entre los embates del viento huracanado y las olas embravecidas convertidas en cuestas y abismos, que lo mantenían en vilo cerca de los acantilados sin poder alejarse del amenazante impacto a punto de suceder, sitiado por la recia tormenta eléctrica desatada por los rayos atronadores que de tanto en tanto se precipitaban sobre la superficie oceánica.
No se supo más, y cuando los pescadores y la guardia costera emprendieron la búsqueda, por la zona de los acantilados aparecieron pedazos destrozados de la embarcación y uno a uno los cadáveres de los activistas. ¡Sucumbieron!, era lo que se decía en aquellos días, mientras encontraron todos los cuerpos. Los jornaleros que golpearon al joven ecologista, quien debido a la paliza no pudo huir, en breve fueron judicializados, lo que hizo justicia a medias porque la provocada tragedia de los difuntos quedó impune.
La explotación carbonífera continuó, la arena color oro pálido perdió por completo el brillo y el litoral se tornó opaco e inhabitado en algunos sectores. En otros, la riqueza biodiversa se redujo al extremo, como en los manglares, donde las poblaciones de algunas especies desaparecieron. Las aves, los cangrejos, los caracoles, las estrellas marinas, los erizos, los bancos de peces, las algas, tan comunes tiempo atrás, disminuyeron hasta escasear. En los arrecifes, el blanco en las colonias de corales agonizantes se extendió, remplazando el fulgor de los colores.
En el lecho marino y las profundidades ennegrecidas, por el ripio y la gravilla residual del mineral, se aquietó el dinámico movimiento vital. Y en la superficie de las aguas, el turquesa que las caracterizaba y la transparencia que vislumbraba el paraíso animal se disiparon en la oscuridad, aunque el sonido de las olas continuó anunciando el ritmo imparable de la existencia y el pálpito constante del planeta. Las fuentes de agua dulce estaban contaminadas en todas partes y ni el aire era el de antes.
Algunos moradores, conscientes de los efectos y consecuencias de la actividad carbonera para el litoral, retomaron lo iniciado por los ecologistas fallecidos. Buscaron apoyo experto y ayudados por el activista que sobrevivió, crearon el grupo Arena clara, con el fin de cuidar su hábitat, exigir políticas gubernamentales proteccionistas y el establecimiento de normativas regulatorias para las empresas de explotación minera. Pero ante el decrecimiento del turismo, debido a la devastación del litoral y la imposibilidad de implantar un sustituto productivo para salvaguardar la economía de la región y a sus pobladores, se dieron por vencidos.
Las escuelas de buceo y las posadas, cerraron después de la larga agonía que soportó el lugar y desterró a turistas y buzos. Los jóvenes, sin esperanza en la tierra que los vio nacer, tan pronto debían comenzar a trabajar para ganarse el sustento, optaron por emigrar. El aluvión de partidas arrastró cada generación en edad de decidir su destino, y llegó el momento en que ya no hubo quien laborará en la mina, ni para ocupar los cargos de servicios e instalaciones, camionero y bulteador. En el pueblo, no quedaron parejas en edad de procrear, y se dejaron de celebrar matrimonios, nacimientos y bautizos. Los mayores pervivieron solos y la población disminuyó.
La industria empezó a importar operarios foráneos. Fueron llegando de a poco, en busca de alojamiento y por esa misma época, en las vías que se dirigían a la mina, vieron desfilar camiones cargados de maquinaria tecnificada, que remplazaría la mano de obra que usaba el pico y la pala en los socavones para la extracción. El arribo de estos hombres, en su mayoría de mediana edad, dio origen a la creación de hospederías con restaurantes y bares donde en las noches abundaban los borrachos. Y enseguida llegaron las prostitutas, para quedarse y explotar sus cuerpos en el mercado que se abrió con el advenimiento de los forasteros.
Regresé por última vez al poblado donde abrí los ojos al mundo, con el fin de enterrar al último antepasado. Efectuado el funeral, recorrí con nostalgia los recuerdos de la infancia y la juventud, al paso de mis pies por sus calles, la plaza, el puerto, las playas y las orillas de los manglares moribundos. Extrañé el alboroto de las aves y el bullicio de la vida. Muchos de los pocos ancianos que quedaban, contemplaban los días pasar, sentados en las puertas de las casas deslustradas, más viejas que ellos, sumidos en la pobreza y con una tristeza en las miradas que dolía verlos. Gran parte de ellos fueron asalariados de la explotación carbonera, y se encontraban enfermos.
También, por pura curiosidad, visité la mina, donde iba cuando era niño por encargo de mamá, a llevar los porta-comida para mi padre y hermano mayor. Me llevé una gran sorpresa. Los trabajadores no eran tantos como antaño, y la maquinaria y la tecnología nuevas, brillaban y cobraban enérgico vigor, sacándole el alma al corazón de mi pueblo muerto.
Alma Selena Miranda Villalba.
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