La caída

Los miserables perviven

Alma Selena Miranda Villalba

La caída

No visitaba la ciudad desde hacía cuatro años y mucho más tiempo aquel sector. Observó los montículos de basura regada acumulada en las esquinas, nuevos comercios, negocios transformados y desaparecidos, y a los venteros ambulantes por doquier en tenderetes, quioscos y carretillas rodantes, que incrementaban el barullo reinante y la bullaranga generada por el rumor del gentío, el tráfico automotor y la promoción de productos mediante gritos, micrófonos y megáfonos.

De tanto en tanto, se detuvo a ver los detalles de las estructuras arquitectónicas de vieja data que seguían erguidas. Vio que lucían sucias, deslustradas y erosionadas sin recibir mantenimiento, e integradas a un espacio que proyectaba decadencia. No había construcciones recién hechas, sino vetustos caserones adaptados y decorados para albergar oficinistas, restaurantes y variedad de establecimientos, que se mezclaban con edificaciones de estilos más modernos.

Cientos de buses y busetas de distintos recorridos, descargaban y cargaban pasajeros a lo largo de los bordillos de las aceras donde tenían asignados los paraderos, los cuales contaban con una caseta techada que cubría dos bancas múltiples y un cartelón, que exhibía el mapa de las estaciones y las rutas de los diferentes tipos de transporte público colectivo que se podía tomar en el área urbana. En ellos se divisaban usuarios a la espera, abordando o apeándose.

En ciertas vías resaltaba el morado y el naranja de los taxis, filados uno detrás del otro con el fin de alcanzar el turno por la solicitud de los clientes en los acopios. A medida que los vehículos ubicados en las primeras posiciones se marchaban a atender un servicio, los conductores de los siguientes arrastraban los suyos empujados con el motor apagado, el engranaje en neutra y la puerta delantera abierta para maniobrar los giros de la cabrilla. Agarrados del pilar unido a la portezuela, hacían fuerza sobre la carrocería rodante con el objetivo de ocupar los puestos vacíos.

El panorama en movimiento constituía una secuencia de escenas cambiantes multicolores, caldeadas por el sol del verano que encandilaba la mirada directa y mantenía la epidermis sudorosa y las ropas húmedas de los variopintos personajes allí presentes, en su mayoría mestizos, entre quienes había blancos, negros, criollos, mulatos, zambos; y también indígenas, que llegaban a la urbe debido al constreñimiento en sus tierras efectuado por la subversión, los colonos y las cuadrillas de explotación ilegal de recursos, y así mismo, por causa del hambre incentivado por la corrupción de sus líderes en los resguardos, pues estos se apropiaban de las subvenciones y subsidios del estado para sus pueblos.

Grupos de mujeres jóvenes pertenecientes a etnias aborígenes oriundas de la región occidental, sentadas en las aceras, rodeadas de criaturas lactantes y chiquillos de corta edad, marcadas por la inopia y distinguidas por sus rasgos, vestuario típico de matices tropicales y pies desnudos; pedían donativos o hacían collares artesanales que exhibían y vendían allí mismo. Percibió que cierto tipo de nativos andinos que antes tenían baratillos en varios sitios donde negociaban tejidos de lana y otras fibras, como cubrelechos, cobijas y ruanas, desaparecieron. Eventualmente, se notaba la presencia de turistas extranjeros.

Aunque bastante gente iba y venía, las multitudes arremolinadas en las aceras y los cruces saturando cada metro quedaron atrás. Tal reducción del tráfico peatonal, propiciada por la creciente inseguridad y el traslado de servicios a otros puntos de novedoso auge comercial, contrastaba con el notable aumento de los habitantes de la calle; individuos esquivados por los que se percataban de su cercanía, porque infestados de bichos, era frecuente verlos rascándose la cabeza y también el cuerpo.

Andaban con el mirar perdido, vagaban ensimismados, contemplaban el acontecer en derredor, existían en cualquier zaguán o acera dormidos, husmeaban en las canecas de desperdicios saturadas y derramadas, se dopaban en los escondrijos fumando polvos estupefacientes y hierbas alucinógenas en envoltorios improvisados, o suplicaban monedas y mendrugos a los viandantes y en las afueras de los recintos. Muchos lucían descalzos, forrados por capas de roña cubriendo sus cabelleras, pieles y ropas raídas. Viendo aquello, Mateo mantuvo la atención dividida entre la realidad evocadora que presenciaba y las remembranzas que surgían desordenadas pero claras.

Recordó los tugurios de materiales improvisados, como piedras, pedazos de madera y plásticos, que cuando era niño cubrían largos tramos de la orilla del río y otros lugares, y la cantidad de moradores de esos cuchitriles que iban a pedir centavos en algunas ubicaciones del centro citadino que recorría. Experiencia que fue enriquecida por las vivencias e historias contadas por su tío Marco, ya fallecido, durante las incontables salidas que hicieron al corazón céntrico para hacer diligencias. Allí, llevado de su mano, andando por avenidas y pasajes de obligatorio tránsito en aquella época, conoció las zonas donde solían pasar los días reconocidos indigentes y avistó sorprendido la cara de la pobreza absoluta.

Junto al parque más antiguo, en El paseo de la iglesia, se alzaba uno de los muros laterales de histórica catedral y enfrente, locales y edificios de oficinas. Al costado clerical perduraban los llamados pordioseros. Hombres y mujeres adultos y mayores que sentados en el piso, acostados en colchonetas y carretillas, o erguidos y apoyados en los muros, vendían la miseria a los transeúntes apelando a la compasión cristiana arraigada en los creyentes, con el propósito de conseguir su sustento. Estiraban la mano en la que sostenían un tarro, o llamaban la atención golpeando contra una superficie el recipiente que les servía de contenedor para las donaciones voluntarias, con las que los conmovidos ganaban indulgencias. Y acostumbraban cargar un palo, a modo de bastón o garrote de defensa, que fue parte en algún momento de una escoba o un camastro.

Mientras hacía tiempo repitiendo cuadras, fue asaltado por imágenes, relatos imborrables e inclusive notas olvidadas del diario matutino. Un menesteroso de esos, permanecía arrodillado horas eternas enseñando una herida abierta profunda en la región plantar del talón de un pie. Marco, al notar la impresión que se llevó al verlo, aseguró que el señor evitaba que la lesión sanara hurgando en la llaga. Décadas después, en una reunión escuchó a un médico anciano hablar de él. Según relató, le propuso al mendicante curarlo gratis en su consultorio, a lo que respondió negativamente y enojado, pues de qué iba a vivir.

Otro, por un largo periodo logró hacerse pasar por impedido para caminar, hasta que un anochecer uno de sus pares alzó con la vasija donde reunía la plata recogida en el día, y sin dudarlo se levantó en carrera y salió despavorido en persecución del ladrón, ante el asombro de los que hacían cola en un paradero de buses. Suceso por cierto histórico. La prensa lo registró ofreciendo una fotografía del impostor, que fue buscado y puesto en evidencia, entre tanto continuaba haciendo dinero con la farsa a unas cuantas manzanas del acontecimiento.

Y nunca supo si fue un hecho verídico o una leyenda tejida por las lenguas. Pero se dijo a voces, existió una señora que salió de pobretona ejerciendo el oficio de mendiga en los alrededores de la catedral, ahorrando el efectivo recogido e invirtiendo en propiedades situadas en barrios marginales, que ponía en arriendo. En la cara de Mateo se dibujó una risa insonora, al darse cuenta de que los pasos por el terruño que lo vio crecer, lo estaban llevando hacia unas coordenadas sombrías paralelas a la normalidad y simultáneamente, de viaje por los anales de la ciudad.

Miró el reloj, aún no era hora, así que continuó dando vueltas sin alejarse de su destino e inmerso en el universo de los desposeídos, que seguían apareciendo frente a sus ojos e invocando el pasado. Devuelto a la mediana infancia, rememoró que con alguna frecuencia en el vecindario donde moraba y adonde residían sus abuelos y primos, aparecían adultos y ancianos con trastornos psiquiátricos, que deambulaban, trepaban a los árboles, canturreaban, hacían cochinadas y dormían en los zaguanes de las casas. Luego, tras las quejas en las juntas comunales, las autoridades gubernamentales se hacían cargo de estos seres desprotegidos. Los capturaban, a veces contra su voluntad, para internarlos en el manicomio municipal.

Más adelante, al alcanzar la edad adulta, las calles se llenaron de gamines. Infantes y adolescentes que caminaban a pie limpio, harapientos y hambrientos, quienes escapaban de sus hogares por la desatención de sus familias o las agresiones intrafamiliares. Los chicos dormían en la antesala de los portones y en los bajos de los puentes; solicitaban limosnas en las esquinas de los semáforos y olían en pequeños frascos pegante reparador de zapatillas, con el que anestesiaban el dolor del abandono y el sinsentido de existir en sus condiciones. A continuación, antes de marcharse como inmigrante, llegaron las mafias a convertir a los jóvenes en drogadictos y sicarios, y a las niñas en muñecas de silicona para la venta.

El espectáculo callejero y los recuerdos lo sumergieron en momentáneo desconsuelo. Sintió la sensación de congoja que lo sobrecogía en la niñez al ver personas en situaciones deplorables, adaptadas a las desdichas, las carencias y una mala vida; con la diferencia de que en la actualidad podía atravesar con serenidad y sin que lo inestabilizara la emocionalidad oscura que esto le suscitaba, a pesar de que otros ingredientes perniciosos se sumaban al envilecimiento humano y la degradación vertiginosa de las costumbres y valores, que asolaba los territorios en su país.

«Los caídos en el paupérrimo infortunio de la exclusión total, convertidos en errabundos sin techo, son aniquilados por la adicción a diversas drogas; se prostituyen o vuelven delincuentes asociados a bandas organizadas crueles y sanguinarias. Es de reconocer que parte de los de abajo y los del medio, están siendo consumidos por una cadena de depredación social sistemática. Y no pocos de los de arriba se alinean con los depredadores».

«Las mafias infiltradas en los círculos políticos y cumbres del poder, aran terrenos fértiles donde hacer siembras para criar aves rapaces y entrenarlas a su servicio sin impedimentos, a fin de que se devoren a los pueblos incautos que caen como presas en sus picos afilados. Y al círculo viciado en el que juegan los macabros y aquellos que fungen de virtuosos, también se suben los inescrupulosos y ambiciosos buscando beneficiarse con unas cuantas pacas de billetes sucios. Entretanto, los medios de comunicación aprovechan y se lucran vendiendo las tramas de la descomposición y la violencia exacerbadas, aunque tales narrativas contribuyan con la propagación y el afianzamiento de la cultura delictiva en las cabezas huecas».

«En el mundo del sálvese quien pueda no hay intención de posicionar la civilización, hacer uso de la ciencia y el conocimiento en función de cuidar el planeta, velar por el bienestar común, acabar con la pobreza y la marginalidad y rescatar los derechos suprimidos de las criaturas vivientes. Prima un anhelo individualista de usar los instrumentos posibles, incluidos los destructivos, en aras de conseguir poder, facultades integrales de dominación y magnificencias, o suplir deseos del modo que sea, a costa de los otros y de los preciados e irrecuperables recursos de la tierra. Sociedad de porquería», —pensó Mateo, sumido en sucesivas reflexiones.

Sus raciocinios fueron interrumpidos por la llegada donde debía encontrarse con Carola, vieja amiga de la familia que lo quería desde pequeño, y quien al saberlo de regreso le pidió acompañarla a cumplir una cita médica programada para atender la dolencia osteomuscular de la espalda y las piernas que la tenía renga. Irían a almorzar y conversar un rato después de acudir donde el galeno.

Al salir del consultorio emprendieron la caminada en busca del almuerzo. La cojera y el dolor de Carola, los obligó a ir despacio y a mitad del trayecto ella se antojó de una frutilla exótica en un puesto itinerante, pidió prestada la silla de la ventera, tomó asiento e invitó. Mateo se negó, no deseaba exponerse a una afección estomacal. Esperó cerca.

Carola empezaba a degustar su bocado, cuando un habitante de la calle que subía por la acera sosteniéndose de un caminador, paró a poca distancia para tomar un trago de una bebida lechosa que llevaba en una botella transparente. En la acción perdió el equilibrio y se fue al suelo. Cayó de costado estrepitosamente y terminó de bruces contra el piso, con el andador de aluminio volcado a su lado. El líquido se le regó encima y salpicó el entorno. Gemía desesperado, no podía pararse y nadie reaccionó en su ayuda. Varios peatones contemplaron el incidente y pasaron de largo indiferentes.

Mateo advirtió que el señor, como mínimo septuagenario, estaba discapacitado. En la mano derecha conservaba el anular y el meñique y en el pie izquierdo, había sufrido amputación de todos los dedos. La mugre enmascaraba su piel, no calzaba zapatos sino unas chanclas amarradas con unas pitas improvisadas, vestía andrajos y le faltaban los dientes. Se le escuchaba hablar enredado y entendía poco lo que modulaba pidiendo asistencia. Era quien más próximo se encontraba, pero petrificado e incapaz de acudir y brindar apoyo al accidentado, entró en una especie de conmoción síquica y un debate filosófico.

Discurrió un lapso significativo antes de que la señora de la frutera alzara el caminador, lo sostuviera y le indicara al errabundo que se agarrara del aparato e intentara levantarse. La colaboradora procuró que no la tocara en sus esfuerzos por incorporarse. En cuanto el viejo se irguió, recuperó la compostura y avanzó por la acera hacía arriba, ella regresó a su lugar.

Carola aún comía los carnosos frutos anaranjados bañados en sal y limón sin inmutarse, y a punto de acabar solicitó otra porción. No pidió a la vendedora que se lavara las manos o usara guantes al servirle el antojo, en vista de que estuvo en contacto con el dispositivo ortopédico del desamparado y quizá, millones de microbios. Mateo no pudo concebir que su amiga careciera de escrúpulos y pudiera aislarse de una situación como la que acababa de ocurrir. Tampoco que él, ni ningún otro, hubiese preguntado al limosnero si estaba herido o sufrió contusiones.

Sabía que numerosos vagabundos tenían VIH, tuberculosis y otras infecciones virales. Expuestos a las ratas de las alcantarillas, los piojos, los chinches y las bacterias, en medio de las basuras y con la suciedad adherida a sus cuerpos, eran portadores de riesgo para la salud de sus congéneres. Sin embargo, no consideraba que esto justificara la insensibilidad y la negación. Enmudecido, se propinó una autocrítica severa.

«¿Qué clase de ser humano interiorizaba en sí? Nadie estaba libre de verse en el apuro del residente en las vías citadinas. Por una hecatombe natural, una guerra, una quiebra económica total, un accidente, cualquiera podría llegar estar en la posición del mendigo, cubierto de harapos e inmundicia, sin hogar, acceso a un baño de agua limpia, una comida decente y a quien acudir. Si a la pérdida de la dignidad y la segregación se añadiera la falta de respeto, solidaridad, empatía y voluntad individual y de la sociedad para asistir al necesitado, estaría viviendo en los tiempos de la civilización de la barbarie. Tal vez vivía en ella, a juzgar por lo visto y rememorado».

Mateo salió de las corrientes de su pensamiento y regresó a la realidad, por un momento inadvertida. Al percatarse de que Carola iba a pagar la compra, la detuvo y se encargó. Caminaron en busca de un buen restaurante. Al llegar ambos pidieron platos tradicionales y a la espera del servicio, centraron la charla en los conceptos emitidos por el médico sobre el diagnóstico, y la revisión de las ordenes que entregó para tramitar medicamentos y terapias.

Después de comer, ordenaron un café y hablaron de cuestiones íntimas. Mateo continuaba con su esposa en un matrimonio sin hijos, sólido y feliz. Disfrutando del trabajo, la estabilidad y el bienestar conseguido. Esperaban jubilarse en algunos años y con los ahorros y las rentas, dedicarse a viajar. Carola, excepto por el asunto de la salud, no disponía de novedades que contar. Seguía soltera, estaba pensionada, asistía a cursos y actividades para vejetes y compartía con familiares. Mateo planteó el tema referente a los supervivientes en las líneas del trazado vial. Le intrigaba cómo había experimentado Carola lo sucedido. Carola descontenta, dijo:

—Cada quien tiene lo que se merece, esa gente lo más seguro se buscó lo que le está pasando. No fueron previsivos, vivieron de cualquier forma, se entregaron a los vicios, gastaron todo lo que consiguieron. ¿Qué sé yo? Para la masa mayoritaria carente de privilegios a la que pertenecemos, no es fácil. Toca luchar y salir adelante a punta de instinto de superación y aguantar sin corromperse. Llegar a un estado de esos debe tener abundantes ingredientes de un mal comportamiento. A mí no me da ni cinco de pesar, estoy convencida de que ellos son culpables de sus propias desgracias. Deben asumir lo que se labraron. Somos artífices y responsables del porvenir que nos forjamos. ¿O qué cree?

—Me inclino a pensar que el sistema sociocultural y económico y el modelo de consumo, tienen que ver con la alteración de los valores y la degeneración humana en las sociedades, donde los vivos terminan por existir en la dimensión de los muertos en vida. El entorno, la pobreza, las desigualdades, la iniquidad, la ausencia de oportunidades y las barreras de acceso a ellas, también son causales de peso que inciden en la senda que toman las vidas. No soy experto, lo advierto. Aun así, estimo que esos desenlaces vivenciales tienen un fondo que va más allá de las decisiones personales y la construcción a voluntad de existencias venturosas o desafortunadas. Además, la psiquis humana es compleja y las circunstancias pueden ser adversas. —argumentó Mateo.

—No tengo conocimientos profundos que me permitan emitir una opinión acertada. Me baso en lo que ha aprendido de la experiencia en el mundillo desalmado en el que existimos. El que es bueno no coge malos caminos y esa gente se vuelve drogadicta y delincuente. Deles papaya y verá. Camine por aquí sólo a media noche para que vea lo que le pasa, le roban y también lo matan —manifestó Carola.

—No le encuentro excusa a la deshumanización que lleva a las colectividades a admitir que estos sujetos pierdan la dignidad, vivan a la intemperie en la condición que lo hacen y se conviertan en problemas sociales. Erradicar los móviles que originan esto es complicado, habría que cambiar el mundo. Lo sé. Pese a ello, ¿cómo consentimos lo que nos produce rechazo, nausea y abominación?, ¿cómo permitimos que pase? Tenemos la manía de prejuzgar y juzgar, mirando de lejitos, sin considerar los contextos y las coyunturas de fondo. Y uniformamos, pensamos que por igual tenemos las mismas fortalezas y capacidades intelectuales y psicológicas para afrontar la realidad, que da golpes inesperados muy fuertes —expresó Mateo.

—Podríamos quedarnos elucubrando e intentando explicar y encontrar una solución viable para este mal que azota muchas ciudades en el orbe, pero esa gran obra no está en nuestras manos. No se torture. Lo está moviendo la culpa por no auxiliar al indigente, debido al fastidio que le dio el mugrero que tenía encima y el temor a las enfermedades que pudiera contagiarle. Uno hace lo que puede y tiene que mirar hacia otro lado cuando los sucesos lo sobrepasan. No estamos en posición de resolver la vida y los padecimientos de cuantos nos rodean. A veces ni Dios mismo nos ayuda en las dificultades y desafíos. Solitos tenemos que superarnos —dijo Carola.

—Es usted muy pragmática. No se devana los sesos pensando en los detalles y las eventualidades que le depara el acaecer. Yo estoy habituado a analizar los hechos que acontecen. La realidad no deja de sorprenderme. Albergo la esperanza de que algún día el hombre logre vivir sin tanto sufrimiento y decida eliminar el que puede evitarse. Eso haría algo de diferencia, en relación con la crueldad que persiste en la dinámica de la naturaleza —contestó Mateo.

—Mi ejercicio vital es funcional. Nunca perseguí idealismos. Perdí a mamá al año de nacida y eso determinó muchas luchas, afanes y lecciones. La humanidad no aprenderá, ni a fuerza de guerras, hecatombes, tragedias y violencia. Se seguirá matando a sí misma. No más mire cómo estamos acabando con el planeta, un hogar que además de ser una maravilla nos sustenta. El mundo seguirá girando indetenible y los cambios que sufra están fuera de nuestro margen de control Mateo. Sólo el tiempo lo transformará y no sabemos a qué ritmo, tampoco cómo y cuál será el desenlace. Lo mejor es dejar que siga su curso sin resistencia y contribuir desde la orilla del bien, con lo que esté a nuestro alcance —argumentó Carola.

—Sin intención de atacar sus puntos de vista Carola, le diré cuál es mi perspectiva. Si en conjunto pasamos por encima de la crueldad y las penurias ajenas sin que nos importe, no será viable un mañana más sensible. Las atrocidades que se verán serán peores. No habrá ciudadanos que presionen a los políticos con miras a que resuelvan tales problemáticas con sentido humano. Actuarán, más no movidos por consideración al otro, sino por conveniencia general en la medida que surjan las afectaciones a la salud pública, la delincuencia, el afeamiento del medio ambiente, el incremento de la drogadicción y otras calamidades que impactan al conglomerado. Es triste, y sigo creyendo que es necesario fomentar en las conciencias la sensibilidad por la vida y la supervivencia digna de los seres vivos.

—Vaya pues querido amigo a salvar el mundo. Pero le informo, que nadie ha podido encontrar la fórmula para lograrlo y no creo que usted vaya a obtener un puesto en la historia por dar con ella. Si requiere satisfacer esa necesidad tan fuerte que parece tener por defender causas sociales, establezca una fundación caritativa, regale algo de su sueldo a una organización benéfica o inscríbase como voluntario. Y si le es imposible, simplemente disfrute cada día como si fuera el último, tratando de ser feliz siempre, y olvídese de los demás. Yo tengo una costura esperando ser terminada en casa. Mire la hora que es. Debo despedirme —dijo Carola, que se había parado dispuesta a partir.

Mateo llamó con un gesto a la camarera, canceló la cuenta y caminó hacia la puerta donde alcanzó a Carola. Pronto tomaron un taxi. Dejaría a Carola en su casa. Dedicado a observar, calló durante el recorrido. Carola lo notó apagado y quiso saber qué estaba pasando en su cabeza.

—Usted Mateo tiene cara de acontecido. Lo afectó el percance del desvalido. ¿O fue que mis palabras lo dejaron mortificado?

—La verdad es que después de lo que he visto hoy, sus palabras sonaron duras. Hay ironía y también frialdad en ellas, aunque reconozco que en parte tiene razón. Y lo ocurrido al pobre anciano, me hizo sentir como un pésimo hombre. Más aún al escuchar sus sugerencias, porque no puedo ni quiero subirme al tren de la misericordia y la beneficencia. Soy un asalariado. Todavía tengo quehacer personal para resolverme a mí mismo y carezco de los recursos, la energía y la vocación que esa entrega exigiría —respondió Mateo.

—No se acongoje. Más bien, venga y deme un abrazo Mateo. Llegué. Gracias por la compañía, las invitaciones y el favor de traerme. Me dio gusto verlo, espero que antes de irse pase por aquí. Le brindaré un refrigerio con parva como a usted le gusta.

La despedida fue breve. Mateo ayudó a Carola y regresó al auto, le dio los datos del rumbo al conductor y permaneció abstraído. Se le ocurrió, que de tener talento como poeta o escritor recrearía unos versos o un buen relato sobre la experiencia reciente, pero para su frustración carecía de habilidades artísticas e inspiración, y reconoció que sólo podía adentrarse por las vertientes mentales de la reflexión y soportar la impotencia que le producía no aportar nada, hasta que las emociones se apaciguaran.

«Cuan peculiares somos los humanos y diferentes las ópticas desde donde vivimos y contemplamos el mundo, los fenómenos, los seres y las cosas», pensó. Entonces se conformó con ser común y corriente, receptivo, sensible, sin dotes de filántropo y capacidades extraordinarias.

Alma Selena Miranda Villalba.

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